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Trio con un Transexual

Sentí una sensación de alivio cuando se abrieron las puertas del hotel y salimos al frescor de una noche de primavera. Inspiré profundamente y el aroma de jazmín mezclado con el azahar de los naranjos en flor me embriagó. Me quité la chaqueta empapada de sudor y la corbata mientras nos dirigíamos al estacionamiento.


Caminábamos en silencio, la melodía de los grillos y el crujido de la grava bajo nuestros pies eran un descanso después del bullicio de la fiesta. A pesar de que estábamos muy cerca de Barcelona, no se escuchaba el murmullo sordo y constante del tráfico y en lugar del resplandor pajizo del alumbrado urbano, era la luna llena la que iluminaba el aparcamiento delante de la playa.


Entramos en el coche sin haber cruzado una palabra. Abrí el techo descapotable mientras mi mujer, se quitaba los zapatos de tacón con un suspiro de alivio. Aquella noche estaba preciosa con el vestido corto de fiesta que había elegido. 


Antes de encender el motor la besé en los labios gruesos y apetecibles. Su aliento cálido tenía el sabor pesado y dulzón del alcohol y su piel estaba perlada de transpiración. Ella me respondió con un beso encendido, prolongado y violento. Aquella noche no teníamos a los niños, que se habían quedado en casa de sus padres, así que si ninguno de los dos se dormía en el largo trayecto hasta casa, aquella podía ser una noche interesante.


Debíamos cruzar la ciudad pues en aquella época aún vivíamos en una pequeña ciudad del Maresme. No recuerdo como empezó la conversación pero sí que derivó a nuestras fantasías sexuales. Siempre que salía a relucir el tema, ella sugería un trío con otro hombre más y yo siempre respondía que con una mujer. Solíamos describir, adornándolos con todos los detalles que éramos capaces de imaginar, los supuestos y fantásticos encuentros sexuales con nuestros compañeros imaginarios. Nunca nos poníamos de acuerdo, pero no importaba demasiado, lo que importaba era la excitación que producía hablar sobre el tema.


Aquella noche la Avenida Diagonal estaba colapsada. Descendiendo la suave loma que desde Esplugues conduce a Barcelona, un río de luces rojas y blancas que parecía no tener fin se extendía delante de nosotros. Cruzar por allí podía representar tres cuartos de hora inmersos en el humo de los tubos de escape y rugido de motores ajenos. Tomé la primera desviación que pude y subimos hacia la parte alta, cruzando el exclusivo barrio de Pedralbes.

Aún no habíamos recorrido ni cien metros, cuando, al doblar por una de las calles laterales, cerca del club de tenis, encontramos una doble fila de coches que circulaban con lentitud. No teníamos más remedio que pasar por allí. Supuse que aquel atasco no nos retrasaría mucho. Ella me dijo: Paciencia, debe haber algún inútil estacionando. Nos situamos detrás del último coche.


Aún no habíamos avanzado ni cincuenta metros cuando advertí que a ambos lados de la calle había unas chicas espectaculares, prácticamente desnudas charlando con los conductores de otros vehículos. Sus faldas eran tan cortas que por poco se agachasen podía ver sus culos perfectos. Me pareció chocante tratándose de un vecindario caro. De todas formas, era casi verano, había mucha gente de vacaciones y es posible que en aquel barrio no hubiese prácticamente ningún vecino.


Mira, son travestís, me comentó  divertida. Me fijé un poco mejor y, efectivamente, se trataba de un desfile de transexuales soberbias. Los demás coches estaban prácticamente parados, solo podíamos circular muy lentamente y pegados a la acera, así que nos era posible observarlos con tranquilidad. Al llegar al final de aquella calle, el tráfico se despejó de improviso. Yo sabía que no aparecerían más travestís, pero estaba excitado y quería ver más, así que le dije:
- Si no te importa, vamos a dar otra vuelta. Nunca lo había visto y siento curiosidad.
-  Bueno, a mí también me da morbo, creo que por una vez vamos a estar de acuerdo en algo me dijo en tono burlón.


Di la vuelta y volvimos a tomar la misma calle que antes, pero en sentido contrario. Una de las travestís nos llamó la atención. Era una mulata sublime, estaba algo apartada de las otras y la copa de un árbol la resguardaba de la luz de las farolas. Llevaba unos shorts de vinilo rojo y unas botas altas, del mismo material y color, que le llegaban a medio muslo, resaltando el moreno oscuro de sus piernas musculosas. Sus senos de acero apuntaban hacia nosotros asomando sobre un corpiño de ballestas de cuero también rojo que le ceñía la cintura, haciendo aparecer sus anchos hombros de atleta aún más amplios por contraste con la cintura de avispa. Al pasar junto a ella los dos nos quedamos mirándola fijamente, ella también miró hacia el interior del coche, sonrió y nos hizo una seña. Mi mujer me dijo:

- A ver, para un momento junto a aquella chica, por favor. Hice lo que me pedía, un poco sorprendido. Detuve el automóvil junto a la acera. El travestí se agachó y ambas empezaron a conversar animadamente aunque yo no conseguía escucharlas debido al ruido de los otros vehículos.


No sabía dónde meterme, los otros coches pasaban a nuestro lado y nos observaban. Me sentía avergonzado, era posible que alguna de las personas que iba en ellos nos conociese. Estaba sumido en estos pensamientos cuando escuché que mi mujer decía en voz más alta: - - Anda, sube detrás y le abrió la puerta a la profesional.


El corazón me dio un vuelco, iba a protestar cuando ella me miró sonriendo, guiñó un ojo alborozada y me dio un rápido beso en los labios. El travestí subió y desde el asiento trasero nos fue indicando como llegar hasta un hotel cercano.


El transexual se presentó como Marcela, era brasileña y había venido a trabajar en una sala de fiestas. En cuatro frases que fueron un prodigio de concisión nos contó su historia: su contrato había terminado, no le había sido posible encontrar ningún otro espectáculo en el que trabajar y ahora se ganaba la vida ejerciendo la prostitución. Después calló y allí mismo, dentro del coche, camino del hotel, Marcela empezó a acariciar el pecho de mi esposa desde atrás de ella, quien si bien al principio se rió de buena gana, en algún momento calló, cerró los ojos y sollozó de placer. Bajo las suaves caricias, sus enormes pechos se dilataban al tiempo que ella gemía y sonreía.


Yo no podía conducir de lo caliente y nervioso que me estaba poniendo. Entonces la mulata, dirigiéndose a mí, susurró con voz grave: Espera un poquito, que para ti también hay mientras me pasó su  lengua aterciopelada por la oreja. Cuando llegamos al hotel, el botones nos indicó el lugar donde estacionar y luego corrió tras el coche una gruesa cortina de lona para que nadie pudiera ver la matrícula. Los tres descendimos y le seguimos hasta la recepción, allí le pedí al conserje la mejor habitación que tuviera libre. Mientras esperábamos un nuevo botones que nos acompañase hasta nuestra habitación, pude ver el contraste entre mi mujer y Marcela.


Marcela era más alta que yo, mientras mi mujer es bastante menuda, su figura graciosa, frágil y apetecible contrastaba con la maciza rotundidad de la mulata, amenazadora y poderosa. El uniforme de guerra de la mulata, seleccionado para llamar la atención le confería un aire perverso y dominante, los músculos de su cuerpo moreno afloraban bajo su piel en cada pequeño movimiento, su complexión atlética y su volumen empequeñecían a todos cuantos la rodeábamos en aquel vestíbulo. Por el contrario, el cuerpo de mi amada era sensual y frágil, bajo el vestido de fiesta, aparecía desprotegido y seductor, mostrando sus piernas torneadas y perfectas cada vez que ella se giraba, rizaba el aire con el revoloteo de los volantes de su falda.


Llegó el auxiliar que habíamos estado esperando y nos condujo a través de un laberinto de pasillos y escaleras hasta la habitación. Cuando entramos, después de pagarle lo convenido al transexual, mi mujer se sentó en una silla que estaba junto a la cama y me propuso:
- Yo haré lo que tú quieras, pero primero tú vas a hacer lo que yo te diga, ¿entendido? 
A esas alturas, yo ya estaba perdido. Marcela se deshizo de su uniforme en un santiamén, quedándose vestido únicamente con una braguita color calabaza y el corpiño que le abultaba los pechos.

Me dispuse a acariciar sus pechos maravillosos. Muy suaves y calientes. Me dispuse como un loco a chuparlos. Hasta que mi mujer interrumpió:

Mi mujer estaba sentada, con la camisa abierta y la falda arremangada, acariciándose un pecho con una mano y la otra perdida debajo de la braguita. Tú, que siempre me dices que no me la trago toda, quiero ver como se la chupas a Marcela. Y cuando la travestí estaba a punto de sacarse la braguita, mi mujer la interrumpió y le ordenó: Tú quedate de pie y él de rodillas en el suelo. Quiero ver bien esta situación. 

Marcela se acercó a mí, descubriéndome la gloria de muslos compactos y entonces, reventando unas braguitas semitransparentes de encaje, pude adivinar con toda claridad el mayor miembro masculino que hubiese soñado en mi vida. Aún estando en reposo, era tan aparatoso que sus bragas no podían abarcarlo, tendía la tela hacia fuera hasta dejarla tirante, en la cintura deformaba las gomas elásticas que lo aprisionaban, clavándolas en el cuerpo macizo de la mulata y, finalmente, se escapaba por los lados. Así que, ahí mismo me puse de rodillas.


Había perdido el autocontrol y no podía resistirme, acerqué mi mano y acaricié aquella tela sufriente con mucha suavidad. Las yemas de mis dedos se sorprendieron con la húmeda calidez que despedía. Deposité la mano encima del pene y pude sentir como se movía, se enderezaba sin esfuerzo, apartaba la braguita y se asomaba al exterior. Tomé con los dedos el elástico de sus bragas y las bajé. Una manga gruesa y larga, del color del azabache se desenrolló delante de mis ojos atónitos, cayendo hasta la mitad del muslo. 

- Cógelo sin miedo, no te morderá. me sugirió. Lo tomé con la palma de la mano y lo levanté un poco.


Su tamaño era sobrecogedor, pero su tacto aterciopelado y cálido era reconfortante. Percibí como se hinchaba en la palma de mi mano y comenzaba a enderezarse. El prepucio, una oscura flor de piel que coronaba aquella pieza extraordinaria, se retiraba suavemente por sí mismo, y tal y como el agua descubre la arena al retirarse la marea, apareció la superficie curvada y brillante del glande, dividido en su mitad por un profundo canal del que manaba una gota radiante del líquido del amor.


Bajé la cabeza y besé el extremo de aquel miembro ingente. Su prepucio, de una piel increíblemente suave, literalmente ardía, despedía el calor de los rayos de sol en las playas de Brasil. Con sólo aquel levísimo toque comenzó a aumentar de tamaño, hincharse y estirarse. Recuerdo perfectamente aquel primer encuentro con su sabor: era delicioso, excitante, cálido, sutilmente salado.


A medida que apartaba el prepucio con los labios apareció la tersa y delicada piel del glande que se deslizó sobre mi lengua con suavidad. Con el dedo que apartaba la tela pude percibir que la trompa de Marcela continuaba hinchándose sin interrupción, era una serpiente desenroscándose perezosa al sol. Comencé, con mucha lentitud a subir y bajar, envolviendo dentro de la boca aquel obelisco inflamado. Una y otra vez, con cada uno de los recorridos notaba como aumentaba su rigidez.


Después de deleitarme disfrutando de aquellos primeros movimientos de reconocimiento deslicé la lengua sobre el miembro. Sorbí con deleite una pequeña gotita que se había formado. Lo abrí con mucho cuidado y apoyé con dulzura la lengua en aquella pequeña abertura. Escuché un nuevo gemido. Marcela comenzó a acariciar mi nuca al tiempo que repetía: Así, así, lo estás haciendo muy bien papaíto. Volví a rodear la polla con mis labios e intenté introducírmela entera, pero fue completamente absurdo, cuando aún quedaba una porción considerable noté que si avanzaba un milímetro me ahogaría. Me era imposible hacer entrar toda la longitud de aquel cañón de bronce oscuro en mi boca. 

- Cómetela toda! Te he dicho. Escuché la voz firme de mi querida esposa que venía desde el sillón.


Mientras se la estaba chupando al transexual, mi mujer se acercó desde la silla y me fue desvistiendo hasta que quedé completamente desnudo y con el pene en dolorosa erección, manando algunas gotas brillantes de líquido preseminal. Pensé que ahora sería mi turno de ver un poco de espectáculo, sin embargo, me equivocaba. Se situó detrás de mí, se arrodilló, apoyó sus manos en mi cintura y pude sentir su lengua, húmeda, cálida y segura sobre la parte alta de mis nalgas. La desplazaba lentamente, en pequeños círculos. Jamás antes lo había hecho, pero parecía disfrutar de lo que estaba haciendo casi tanto como yo.


Lamió toda la superficie con extrema dulzura, después situó su lengua sobre mi rabadilla y pude sentir como descendía humedeciendo mi canal. Era una sensación increíblemente delicada que nunca había imaginado que se pudiese experimentar. Con sus manos, sin ninguna violencia, abrió mis nalgas y muy, muy dulcemente, sentí como su lengua se deslizaba casi sin rozar mi ano. El tacto de su lengua era jugoso, cálido y leve. Sentí como su lengua dejaba paso a su dedo ensalivado y como este se hundía sin esfuerzo en mi ano. Lo tenía completamente abierto y empapado de su saliva. Apoyó nuevamente el dedo índice y con facilidad lo introdujo hasta el fondo. Con este dedo empezó un movimiento de mete-saca lento. En una de las extracciones apoyó un segundo dedo y con mucha suavidad intentó meter los dos a la vez. Cuando ya me la venía venir, me dijo:


- Si quieres la fiesta completa, ella te va a dar por el culo como tú me hiciste anoche, recuerdas?

Marcela tomó su miembro completamente erecto lo untó con lubricante con parsimonia, me lo enseñó y le dijo a Maite: -Es con esto que quieres que me lo folle, princesa? A lo que ella le respondió entusiasmada: -Sí, métesela toda dentro... ahora. Marcela, se retiró, apoyó su miembro contra la entrada de mi ano, acercó su cara a mi nuca y me susurró: Cariño, ahora relájate o te va a doler... Hice todo lo posible por no hacer ninguna presión con mi esfínter anal. Sentí como ella apretaba y como su picha empezaba a deslizarse a través de mi culo. Al principio no dolió nada, después sentí un ardor insoportable, como si una barra de hierro al rojo vivo se clavase en mí. - Aguanta un poco, mi vida, ya está dentro... deja que tu cuerpo se acostumbre. Sé que duele, pero después gozarás como nunca. Me susurró mi mujer, Me encanta verte poseído.


Intenté hacerle caso, apreté los dientes y no pensar en ello. Marcela no se movió durante un rato, después empezó a moverse muy, muy, muy despacio. Sentí como se deslizaba con facilidad y, efectivamente, no dolía, o si dolía, era un dolor placentero. Cuando llegó al final y sentí su vello púbico contra mis testículos, pude notar como mi vientre se abultaba hacia fuera empujado por su miembro descomunal. Continuó moviéndose durante largo rato sin aumentar la intensidad.


Y entonces, mientras el travestí, me jodía por detrás, mi mujer, sentada en el suelo debajo de mí, empezó a lamer el delicioso caramelo que hay entre mis piernas con una glotonería hasta entonces desconocida, poniendo en funcionamiento su singular bomba de succión. Resulta imposible describir la sensación de líquida tibieza, dulzura, presión mullida y aspiración que sentía dentro de la boca de mi esposa mientras el ariete de Marcela revolvía mis entrañas.


Cuando mi cara empezó a desencajarse, le hizo una seña a Marcela para que me la sacara en un visto y no visto. Maite comenzó a deslizar con admiración sus manos por la cálida y suave piel del miembro de la mulata, dándose cuenta que no era capaz de ocultar aquel sexo ni siquiera rodeándolo con las dos manos. Todavía sobresalía un buen trozo de rígido y negro falo. Indecisa se entretuvo acariciando los testículos, sintiendo las dos gruesas bolas deslizarse en su bolsa a la más ligera presión.


A mí me dijeron que me tumbase en la cama y continuaron la felación entre las dos. Una lamía mis testículos y la otra deslizaba una y otra vez su lengua mullida y húmeda sobre el miembro abultado. Me masturbaron de este modo hasta que sentí el conocido, delicioso y turbador ardor en las entrañas y un mar de lava ardiente que ascendía por el interior de mi pene y yo no podía contener manando a borbotones. Mi mujer consiguió apartar un poco la cara, pero Marcela, más acostumbrada a estos excesos líquidos, siguió chupando y tragando semen. Cuando hubo terminado y mi miembro yacía fláccido y dormido, Marcela, por fin, lo soltó y dijo Me lavo un poco y vuelvo.


La noche no terminó ahí ya que mi amada me dijo: -Te has portado muy bien, así que ahora hay premio, pero no vale tocar hasta que yo te diga. Siéntate ahí. Marcela volvió del baño con su miembro enhiesto como una lanza que avanzase delante de ella. Se acercó a mi mujer, las dos se miraron y se fundieron en un beso tórrido. Tumbado en la cama, podía ver como sus lenguas se encontraban a mitad de camino entre las dos bocas.


Ella se giró, me miró con la cara congestionada por la excitación y me dijo: - esto te gusta, no?

Los dedos largos y oscuros de la transexual acariciaban la espalda de mi mujer, su punto débil, descendiendo desde la nuca hasta palpar sus glúteos, redondos, blancos y firmes. Sus cuerpos se unieron en un excitante y candente abrazo. Los mórbidos senos de mi preciosa esposa, dos esferas de blando algodón, rozaron los sombríos y rígidos pechos de Marcela. Sus brazos se entrelazaron y se volvieron a unir en un nuevo beso, aún más profundo y violento que el anterior. Yo estaba poniéndome tan caliente que me olvidé por un momento de la follada que acababa de recibir y que casi me parte el culo en dos.


Con Marcela sentada en la silla, mi mujer se sentó sobre las caderas de la mulata haciendo que los labios de su sexo se apoyaran sobre el pene del travestí como si quisiera acostumbrarlos a la importante dilatación que habrían de soportar. Volvió a apoyarse sobre él, frotó repetidamente su duro y encendido clítoris sobre el rígido falo antes de decidirse a colocarse de tal forma que fuera posible el inicio de la penetración. Lentamente fue dejando que su peso descansara sobre el impresionante cilindro, notando como sus labios se esforzaban por acoplarse a la presencia del deseado intruso. Un océano de flujo se derramó sobre el glande la mulata.


Sujeta en el aire por los musculosos brazos de Marcela, ella no podía verlo pero se estaba imaginando perfectamente las forzadas formas que debían adoptar sus labios para permitir la entrada de semejante monstruo. Por lo que más tarde comentamos, muy al contrario de lo que suponía, el lento ensanchamiento no solo no le resultó molesto si no que, en cambio, resultó ser una sensación agradable. Claro que una cosa era aceptar dos o tres centímetros de aquel monstruo y otra muy distinta absorberlo completo en su interior. Comprendió que si lo lograba sería solo a base de tiempo y de dejar que su musculatura interna fuera dilatándose lentamente. No tenía ninguna prisa, así que tampoco había porque precipitarse.


Mi mujer comenzó a moverse con calculada lentitud, haciendo que el miembro oscuro saliera de sus agradecidas entrañas para volver a dejarse caer sobre él con la fuerza precisa para que avanzara un poco mas en su camino. En ese momento se detenía dejando que sus músculos se adecuaran mansamente a la excitante presencia. Desde el exterior, yo podía ver como la columna de azabache, emergía oscura y brillante entre la blancura nívea de sus glúteos.


Mucho antes de lo calculado, mi mujer sintió que la punta del sexo del transexual tocaba el fondo de su vagina alcanzando otro de sus puntos más sensibles y agradables. Ella pensó que ya no podría engullir mas de aquel ariete pero se equivocaba.

Después me confesó que gracias al placer que estaba sintiendo, encontró el coraje suficiente como para seguir precipitándose contra aquello que dilataba y replegaba sus músculos hasta límites que mi esposa nunca pensó que pudiera alcanzar sin desgarrarse, y mucho menos sin sentir el menor atisbo de dolor. Muy al contrario su placer iba en aumento tan rápidamente que ni siquiera se dio cuenta que se aproximaba el primero de los orgasmos. Haciendo cabriolear su cintura en un pausado vaivén, con la finura y la gracia de unas alegrías, con movimientos breves, ondulados y rítmicos, que se rizaban y desrizaban en el aire con el garbo de una Dancera, danzó empalada en el miembro de nuestra compañera. Finalmente, el éxtasis le llegó tan por sorpresa y con tanta intensidad que aulló de placer.


Yo no podía creer lo que estaba viendo, atónito volví a tener una erección inmediatamente, como si fuese un jovencito. Mi mujer me miró y me dijo: Ya he disfrutado con una mujer, ahora quiero hacerlo con dos hombres. En la posición en la que estaba, ensartada en Marcela, su ano quedaba a mi disposición.


Tomé el bote de crema que el transexual había utilizado anteriormente conmigo y me unté el miembro. Me acerqué por detrás a mi esposa y enterré mi miembro en su recto con facilidad. Cuando estuve dentro tuve la deliciosa sorpresa de poder sentir el abultamiento del miembro de nuestra compañera a través de la delicada pared de que separa el intestino de la vagina.

Los dos iniciamos un movimiento acompasado,  que se fue acelerando a medida que los orificios de ella se acostumbraban a la invasión.

Entre Marcela y yo sosteníamos a mi mujer en el aire, que, literalmente, volaba ante cada embestida conjunta de nuestros penes. Sus pies no tocaban el suelo, solo sus muslos estaban apoyados contra las caderas del travestí. La cabeza de mi mujer se bamboleaba sin control, como si se tratase de una marioneta, después me confesaría que perdió totalmente el control y se encontraba en el paraíso en esos momentos. Su cuerpo estaba empapado de transpiración, yo distinguía como de su entrepierna bañada llovían gruesas gotas de sudor sobre los muslos de Marcela. Su vagina se contraía en caprichosos espasmos que podía percibir a través de la pared del recto. Se sujetaba cogiendo con fuerza los senos siliconados del travestí, quien, sorprendentemente, pedía que las estrujase con más fuerza.


Un alarido  anunció un nuevo orgasmo de mi esposa. Las contracciones de su interior se intensificaron. La transexual, no se quiso contener más y abrió el grifo de su manguera, una lluvia de semen y flujo femenino se escapó de las entrañas de mi esposa mientras yo continuaba batiendo sus nalgas, a punto de llegar al orgasmo. Pocos segundos después yo también me vine. Nos quedamos los tres en silencio unos segundos, luego yo me retiré de su interior  y ella intentó descabalgarse de Marcela, pero las piernas no la sostuvieron, y cayó sobre el suelo de la habitación en un ataque de risa.

Nos duchamos con tranquilidad y salimos del mueble. La noche seguía siendo cálida y cargada de los perfumes de la primavera. Devolvimos a Marcela a su lugar de trabajo, donde ya no quedaba apenas nadie.


La luna iluminaba la carretera durante la vuelta a casa. Los dos permanecimos en silencio, habíamos visto cumplida nuestra fantasía y ninguno parecía dispuesto a comentarlo después de pasado el calor del momento. ¿Qué nos haría soñar juntos ahora?, en poco tiempo se desvelaría la respuesta.

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